Muchos ya conocen a Luciana, mi perrita, mejor conocida como “la policía de la tristeza”.
Le dimos ese nombre porque, de manera casi mágica, Luci tenía la capacidad de identificar mi tristeza incluso antes de que yo pudiera nombrarla. Llegaba, se acostaba cerca, vigilaba... como si quisiera prevenir el dolor.
Si me conocen, saben que creo con todo mi corazón que los animales son mensajeros de Dios, ángeles que caminan entre nosotros. Y Luciana ha sido exactamente eso en mi vida: una compañera incondicional, sensible, amorosa, sabia.
Desde siempre he sentido una conexión profunda con los animales, una que sé que muchos de ustedes también entienden.
La semana pasada, Luci tuvo un episodio que nos cambió todo.
Fue repentino. Un ataque. Los veterinarios creen que fue epiléptico.
Mi esposo y yo estábamos convencidos de que esos serían sus últimos minutos. Nos despedimos con el corazón en pedazos y la dejamos en el hospital, repitiendo la misma despedida que ya habíamos vivido con otros de nuestros perritos.
Yo, en mi interior, hice el duelo. Aunque su cuerpo no se había ido, su presencia sí. Sentí que me despedía de ella para siempre. (el habito de no aferrarme mucho, con los animalitos me falla).
Pasaron dos días eternos. Dos días sin ella.
Después de muchos exámenes, el neurólogo confirmó que sí, probablemente sea epilepsia.
Y aunque Luci regresó a casa, regresó distinta.
Luciana está viva, y eso es un regalo enorme, pero perdió la memoria.
Ya no es la policía de la tristeza.
No me reconoce.
No reconoce mi olor, ni mi llanto, ni mis emociones.
Difícil.
Cuando el amor se transforma.
Cuando alguien se aleja.
Cuando alguien pone un límite.
Cuando alguien sale de tu vida, a veces sin que tu quieras que salgan.
Cuanto tu mismo tienes que alejarte.
O cuando alguien muere y la conexión que tenías, desaparece.
Aceptar eso es duro.
Hoy celebro que Luci esté todavía con nosotros.
Pero también honro el duelo de quien ya no está como antes,